En medio de la inmensidad insondable, donde el horizonte se funde con la eternidad, surge un respiro: un oasis que no pertenece ni a la tierra ni al cielo, sino a un punto suspendido entre ambos. No es un lugar que puedas marcar en un mapa ni un territorio al que se acceda con facilidad. Es más bien un refugio secreto, un rincón de calma que se despliega en medio del caos, como una isla brillante rodeada de océanos de sombra.
Este oasis no está hecho de agua y palmeras, sino de recuerdos, silencios y sueños que flotan en el aire como raíces invisibles. Allí se reúnen las almas cansadas, los viajeros que se pierden en caminos sin nombre, aquellos que alguna vez se sintieron a la deriva en su propia existencia. En este espacio suspendido, no hay relojes que marquen el tiempo ni fronteras que limiten la esperanza. Todo es expansión, un fluir constante donde el cuerpo se disuelve y solo queda la esencia.
Flotando en el infinito, este oasis se convierte en un espejo que refleja nuestras búsquedas más profundas. Es un recordatorio de que, incluso en la inmensidad, cuando sentimos que todo nos arrastra hacia la nada, siempre puede haber un rincón secreto para la calma. Un lugar donde las dudas se apaciguan, donde el silencio habla más fuerte que cualquier palabra, y donde el alma se atreve a soñar sin miedo a caer.
Quizás ese oasis no sea un destino al que se llegue, sino un estado que se descubre. Una pausa en la mente, un destello en el corazón, un instante en el que comprendemos que somos parte de algo mucho más grande de lo que nuestros ojos pueden ver. Porque en el fondo, todos llevamos dentro ese oasis flotando en el infinito, esperando que tengamos el valor de habitarlo.
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